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El Enterrador

Esta vez he incluído dos audios. He puesto el segundo en el punto de la lectura en el que me gustaría que empezara. Además para cuando lleguéis a él ya debería haber terminado el primero.

Espero de todo corazón que os guste este pequeño cuento.

La gente comenta cuando lo ve pasar: parece que está mejor. Podría estar peor.

Algunos conocen una historia, probablemente no muy precisa, que les ha llegado de boca en boca. Los que vieron qué pasó de primera mano callan, agachan la cabeza y prefieren no opinar:

No conocen toda la historia.

Ignoran los detalles.

Se les escapan los matices.

Sólo él lo sabe.



Con el alba sale de casa, se frota los ojos y se pone en marcha. Saluda al herrero, saluda al cestero y al alfarero, y pasa el día en su taller. Por las noches, cuando inevitablemente todos los demás han ido a dormir, algunos con sus familias y otros con su soledad; coge su pala y su lámpara de aceite, y sale al bosque.

Se le puede ver cavando incesantemente junto a un árbol. Agotado, empapa su sudor y sus lágrimas y se dice a sí mismo que todavía no está agotado. Sus manos llenas de ampollas sangran y supuran, pero sigue cavando más y más, siempre junto al mismo árbol: empezó sólo por un lado, luego a todo alrededor. Un enorme foso que dobla ya su altura rodea el árbol. Pueden verse las raíces asomar enredadas al aire. Los animales salvajes no lo molestan. Nadie osa perturbar su tarea.

Una niña pequeña se ha escapado de casa. Desde su ventana, que da a los lindes del bosque, ve marchar a la triste figura cada noche. Esta noche ha decidido seguirla.

-¿Qué va a enterrar ahí, señor? -La niña mira desde arriba del foso. No hay compasión en sus ojos. Sólo preguntas.

-No entierro. Busco. -Él se quita el sudor de la frente con el dorso de la mano, y se llena de tierra la cara. Sigue cavando.

-¿Qué busca, señor? -Parpadea.

-Dicen que se colgó de este árbol, y según la tradición la deberían haber enterrado aquí mismo... pero estoy seguro de que no está aquí. Así que sigue viva.

La niña se acerca al árbol que hay al lado, mucho más grande y llamativo. Sus fuertes ramas se retuercen inconfundiblemente, su tronco se divide en tres para volver a trenzarse más arriba hasta ser uno de nuevo. El musgo lo cubre aquí y allá, y está lleno de vida; salvo una única rama, que permanece seca y negra, con un ajado trozo de soga enredado. En el tronco, a la altura de los ojos, un grabado con marcas funerarias y un nombre de mujer.

-¿Cómo se llamaba ella, señor?

Él la mira de reojo, sin dejar de cavar. La cara empapada en lágrimas y tierra. No dice un nombre, sólo mira a la niña un segundo y sigue cavando.

La pequeña acaricia con los dedos el nombre herido en el árbol. No necesita escuchar ninguna respuesta; basta con su mirada.

-¿Por qué no la busca aquí, señor?.

Clava la pala.

-¿Tiene miedo de encontrarla, señor?
Levanta tierra.

Nunca lo dice en voz alta.
Clava la pala.

Prefiere inventar historias sobre lo lejos que ha ido para hacer algo.
Levanta tierra.

Y los sitios que está viendo.
Clava la pala.

Prefiere imaginársela volviendo.
Levanta tierra.

Contándole sobre su viaje.
Clava la pala.



Se acerca el amanecer. Sale del foso agarrándose a las raíces con sus propias manos destrozadas y agotadas. Nunca lleva escalera; puede que algún día el foso sea tan profundo y tan grande su cansancio, que no consiga salir.

La niña está dormida sobre el suelo húmedo.

Él coge su saco vacío, y lo llena con la tierra que ha sacado del foso. Se lo echa al hombro y camina dirección a la costa.

Recorre el mismo camino cada madrugada. La respiración agitada, la espalda encorvada por el peso. Los ojos escuecen por el sudor, las lágrimas y la tierra. Camina durante una hora.

Sube a una extensa colina coronada por un precioso prado, cortada al fondo por un acantilado: se oye susurrar el mar. Apenas se ven los colores de las flores con la oscuridad. Sigue caminando hasta una pequeña roca que hay más adelante, en una zona hundida en el prado, casi una cueva, oculta por la hierba alta: pero él sabe bien dónde está. Quita la roca. Echa en su lugar la tierra que acaba de traer. La aplasta, la apelmaza suavemente: casi la acaricia. Aguanta un sollozo mientras escribe un nombre en la tierra, con el dedo, para después taparlo con la roca.


Vuelve sobre sus pasos. La niña ya no está: despertó y volvió a su cama.

Él sigue su camino, entra en su hogar. Se asea, y se sienta en la oscuridad a esperar al amanecer una vez más.

A esperar a la hora de empezar de nuevo su vida diurna. La que ella le hizo prometer que viviría.


Dicen que cada noche va al bosque a cavar como un loco, que ha perdido la razón. Dicen que la desenterró la primera noche y la ocultó en alguna parte. En su casa. La tiró al mar. Dicen que sigue viva, que nunca le pasó nada. Dicen que murió por su culpa, o que se volvió loca. Dicen que tenía una terrible enfermedad y carecía del valor de luchar con ella y morir lentamente. Nadie sabe con exactitud; todos creen.

Dicen que cava mentiras, y entierra cada vez más la verdad con ellas. Nadie sabe si algún día dejará de hacerlo, o si incluso ya dejó de hacerlo y sólo es el eco de los rumores, resonando. Algunos opinan que ya está mejor: suele sonreir, y trabaja con firmeza. Parece que las ojeras no son tan marcadas ya...

¿Quién sabe?

Cada noche, la niña se arrodilla sobre la cama y mira por la ventana para ver cómo una lucecita se adentra penosamente en el bosque. Hasta que se va olvidando, al principio sólo algunas noches, de mirar. Se distrae con sus juegos, pensando en la escuela. Después se distraerá pensando en sus amoríos. Más tarde pensará en la casa que le construirá su padre cuando se case... pronto apenas recordará su pequeña aventura nocturna, y seguirá con su vida.

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